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Entre el tiempo y la ciudad, una baldosa mal acomodada

Narrativa
12 septiembre, 2017

[…] y ante la infinita movilidad de las cosas, buscó invariables. [1]

Empezó recortando mapas. Como si se adentrara en un ejercicio de precisión, volcó sus días sobre las diversas cartografías que pudo encontrar de su ciudad natal. Invadido por una asfixiante exactitud fue ahuecando los volúmenes uno a uno, abandonando solamente las calles como delicadas y frágiles nervaduras en convergencia. Vaciados de sustancia funcional, los entramados urbanos aparecían ahora como queriendo resistir el inminente desapego entre destinos y vialidades, casi conscientes de haber perdido el sentido de su existencia, como pasajes de acceso y retorno entre sitios fundidos de significado por aconteceres empalmados, propios y ajenos. Fue así como las rutas perdieron sentido, a pesar de seguir ahí blandiendo sus nombres sobre su misma (ahora casi fútil) ubicación —sabiendo quizá que desde entonces, desde ahora, ubicaban nada—. Rutas que habían perdido la latencia de aquella silenciosa complicidad, cuyo entendimiento obligado emergía de tanta urgencia por saber guiar los cuerpos a esos lugares donde antes… Devastadas las manzanas, baldíos los bloques antes construidos, cegados de cuerpos habitables, los mapas del incipiente artista entregaban a la mirada una cuadrícula de trazo complejo cuya lógica seguía desmaterializándose, aun detrás de su modesto enmarcado, como si los cuerpos arquitectónicos extraídos todavía ejercieran sobre el plano una fuerza centrífuga implacable, insatisfecha, hasta desencajar los últimos trazos y andares de su contexto. Empezó recortando mapas porque quería reconfigurar el recuerdo de aquella esquina donde había dejado la memoria.

Tenía que pasar todos los días a la altura del castillo.
La ayuda provenía de la estatua de Juana de Arco.
La gran mujer blandía su lanza flameante y le mostraba el camino hacia el castillo.
Siguiendo la indicación de oro terminaba llegando. Hasta un día en que.
Una mañana en la plaza no había nada. La estatua no estaba ahí.
No había huella del castillo.
En lugar del santo caballo, una penumbra mundial. Todo estaba perdido. […]
El aquí de la nada duraba y nadie. […] la gran estatua de oro no había resistido.
Fue su primer apocalipsis. La ciudad perdió algo de su solidez. […]
Ver era un creer cojeante. [2]

Es preciso comprender la consistencia de la desaparición. A pesar de lo que pudiera creer la mirada, lo desaparecido no se desarma de un golpe; tampoco se extiende en rendición sobre el tiempo de una noche; lo que habría que entenderse sin reparo es que la desaparición no acontece delante de uno, tampoco a nuestras espaldas. Pues resulta que no es un cambio físico-matérico que pudiéramos considerar (al menos en cierta medida) independiente de nuestra propia existencia. La desaparición de un espacio habitado sucede por efecto de una desintegración gradual que se va gestando dentro del cuerpo —aparente— sin anunciarse. Restando de sí la marca en confesión perpetua, restando de sí su ser ceniza, cenizo.

En el presente, aquí ahora, he aquí una materia —visible pero apenas legible— que al no remitir más que a sí misma, ya no traza huella,
a menos que sólo trace al perder la huella que ella sigue siendo apenas. [3]

Nadie ha podido establecer con claridad cuánto tiempo dura este acontecer-en-desmoronamiento interior. Pero es claro que cuando una parte del contexto urbano cotidiano desaparece, lo que “se pierde” es su registro activo en nuestra memoria y la posibilidad de re-trazarnos corporalmente en-convivencia con aquel espacio dado o erigido en el que, apenas por un segundo, fuimos conscientes de la inminente y compartida desintegración con la que cargan nuestras propias dimensiones. Por ello es que resulta tan recomendable configurar algún tipo de llamado, anticipando la duplicidad de la pérdida. Para dejar en el nombre algo de sí; alguna especie de “nota” inscrita, escuchable, sensible, insuflada de pasajera sutileza sobre la piel de la ciudad —presagio o invitación— con la esperanza de que alguien recupere en ella su horma.

Todo el trabajo de escribir se hace siempre en relación con algo que ya no existe, que puede fijarse durante un instante en la escritura, como una huella, pero que ha desaparecido. [4]

A todo esto se agregó que ya la segunda o tercera generación reconoció el sinsentido de edificar una torre que alcanzase el cielo, pero, no obstante, los vínculos mutuos ya eran demasiados como para abandonar la ciudad. [5]

Frecuentemente decía que así había sido su vida, toda —la rota y la de antes— una desgastante negociación entre huellas y heridas. (También le gustaba creer entre suspiros que la vida de los viajes se levanta sobre otra calidad de cimbra, si tan sólo por ese estar fugaz y aligerado que se asume cuando se deja al cuerpo enfrentarse a los linderos de su propia movilidad.) Sin embargo, hay algo que comparten estos registros distintos del recuerdo cuando sepultados en un mismo colado —destinados o desvalidos— ambos terminan por fraguar. Y sobre la superficie de nuestra fachada restan, (des)figurando la continuidad de la faz, esos ahuecamientos, burbujas de aire, pequeñas cicatrices que si se recorren con la punta de los dedos reconocen sin equívoco la resonancia que replican sus propias heridas, esas que también hacen fachada. Asumir propio el tiempo inflingido que dura de invisibilidad la herida sería lo único —a su mirada justificable— para afrontar con dignidad (des)hacerse como huella dispuesta, entregada. Así es como sucede (se dice casi esperanzada) que las heridas de uno se convierten en huellas para el otro.

[…] un tatami está pensado para que una persona pueda acostarse. Representa el espacio de una persona, pero también es el espacio idóneo para que dos personas se sienten cara a cara. Si lo alzas, el tatami se convierte en una puerta. [6]

En esta ciudad, las posibilidades de reconocernos entre la multitud y el vacío eran casi nulas. Sucedió, supongo, por pura necesidad; como para sostener alguna suerte de equilibrio cuyo peso habríamos de ir calibrando juntos. Se necesitaba compartir el tremor de la pequeña muerte que abisma los umbrales para afianzar la resistencia de una cierta densidad de amaneceres sobre la misma cama. Amaneceres desvalidos, revelados en la silueta de su propia fortaleza, cuando se encuentran durando el tiempo de inquebrantable intimidad del entre-dos.

No sé quién hizo la fotografía de la desesperación. La del patio de la casa de Hanói. [7]

Recordaba haber leído sobre ese otro patio, el mismo, el de la baldosa mal acomodada. Recordaba tal como él lo había descrito desde los primeros años, cuando su cuerpo aprendió a andar sobre un mal-paso, torcido, quebrado, ajeno. El recorrer de su caminar, como el de su pensamiento, habían aprendido desde muy jóvenes a dar lugar a ese fallo imprevisto con el que había que vivir, sin el que sería imposible siquiera intentar habitarse; esa falta o estar en falla que interrumpía el ritmo entre las piernas, los pies, el torso, los brazos, el cuello y la mirada sobre el geométrico tendido solo y sólo por ella desarmonizado, vuelto en vida. Parte de un para-siempre en busca de resarcir, de enmendar, de recuperar lo que de origen le había sido destinado por defecto. Entre los susurros de otras lenguas anegadas transpirando al exterior de la morada de infancia, la desterrada colonia había logrado introducir en el tamaño de una sola baldosa, el desconfiado desfiguro de su condición en impuesta coexistencia. Ella le habló entonces de los (des)encuentros entre la espalda y el dolor que ancla toda extranjería.

Él se daba cuenta de que quizás ella lo había olvidado todo.
Eso no le molestaba.
Se preguntaba si no deseaba adueñarse de lo que ella sabía,
más por el olvido que por el recuerdo. […]
Todo lo que ella dice representa pensamientos antiguos
y palabras anteriores.
En un sitio distinto de éste él las comprendería;
aquí las escucha demasiado tarde. [8]

Este texto fue publicado originalmente en:

Macarena Hernández, Luis Felipe Ortega (Eds). Re_vista 2 (2013), Museo Experimental el Eco, DiGAV-UNAM, CDMX, 2011. pp. 23-27


Entre el tiempo y la ciudad, una baldosa  mal acomodada