El giro social: la colaboración y sus insatisfacciones

Ensayo
15 marzo, 2018

Una serie de puntos de referencia teóricos domina la literatura actual sobre arte participativo y colaborativo: Walter Benjamin, Michel de Certeau, la Internacional Situacionista, Paulo Freire, Deleuze y Guattari, y Hakim Bey, sólo por nombrar a unos pocos. Entre ellos, el que se cita con mayor frecuencia es el cineasta y escritor francés Guy Debord, por su acusación a los efectos enajenantes y divisivos del capitalismo en La sociedad del espectáculo (1967), y por su teorización de las “situaciones” producidas colectivamente. Para muchos artistas y curadores de izquierda, la crítica de Debord da en el corazón de por qué la participación es importante como proyecto: rehumaniza a una sociedad adormilada y fragmentada por la instrumentalización represora de la producción capitalista. Dada la saturación casi total del mercado en nuestro repertorio de imágenes, prosigue el argumento, la práctica artística ya no puede girar en torno a la construcción de objetos para ser consumidos por un observador pasivo. Por el contrario, debe haber un arte de acción, que interactúe con la realidad, que tome pasos –así sean pequeños– para reparar el vínculo social. El historiador de arte Grant Kester, por ejemplo, observa que el arte está situado únicamente para oponerse a un mundo en el cual “somos reducidos a una pseudocomunidad atomizada de consumidores, nuestras sensibilidades nubladas por el espectáculo y la repetición”. “Una razón por la cual los artistas ya no están interesados en el proceso pasivo presentador-espectador”, escribe la artista holandesa Jeanne van Heeswijk, es “el hecho de que tal comunicación ha sido enteramente apropiada por el mundo comercial… Después de todo, actualmente uno puede recibir una experiencia artística en cada esquina”. Más recientemente, el artista/activista Gregory Sholette y el historiador de arte Blake Stimson han argumentado que “en un mundo totalmente subyugado por la forma de la mercancía y el espectáculo que genera, el único teatro de acción que permanece es el involucramiento directo con las fuerzas de la producción.” Incluso el curador Nicolas Bourriaud, al describir el arte relacional de los 90, recurre al espectáculo como el punto de referencia central: “Estamos ahora en el estadio posterior de este desarrollo espectacular: el individuo pasó de un estatuto pasivo, puramente receptivo, a actividades dictadas por imperativos mercantiles… Estamos invitados a convertirnos en figurantes del espectáculo.” Como el filósofo Jacques Rancière señala, “la ‘crítica del espectáculo’ a menudo continúa siendo el alfa y el omega de la ‘política del arte’”.

Junto al discurso del espectáculo, el arte avanzado de la última década ha visto una afirmación renovada de la colectividad y la denigración de lo individual, lo que se convierte en sinónimo de los valores del liberalismo de la Guerra Fría y su transformación en el neoliberalismo, esto es, la práctica económica de los derechos de la propiedad privada, los mercados libres y el libre comercio. Buena parte de esta discusión ha sido impulsada por las teorías obreristas italianas del trabajo contemporáneo. Dentro de este marco teórico, el virtuoso artista contemporáneo se ha convertido en el personaje modelo para el trabajador flexible, móvil y no especializado, que puede adaptarse de manera creativa a múltiples situaciones, y convertirse en su propia marca. Lo que se sostiene en contra de este modelo es lo colectivo: la práctica colaborativa se percibe como la oferta a un contramodelo automático de unidad social, sin importar sus políticas reales. Como ha señalado Paolo Virno, si la vanguardia histórica estuviera inspirada por, y conectada a, los partidos políticos centralizados, entonces “las prácticas colectivas de hoy están conectadas a la red descentralizada y heterogénea que compone la cooperación social postFordista”. Esta red social de una “multitud” incipiente ha sido valorada en exposiciones y eventos como Collective Creativity (WHW, 2005), Taking the Matter into Public Hands (Maria Lind et al., 2005), y Democracy in America (Nato Thompson, 2008). Junto con la “utopía” y “revolución”, la colectividad y colaboración han sido algunos de los temas más persistentes del arte avanzado y la realización de exposiciones de la última década. Incontables obras han abordado los deseos colectivos a lo largo de numerosas líneas de identificación –desde los lastimeros videos de Johanna Billing en los cuales gente joven se une, a menudo a través de la música (Project for a Revolution, 2000; Magical World, 2005), a Kateřina Šedá invitando a todas las personas de un pueblo checo a seguir su programa obligatorio por un día (There’s Nothing There, 2003), a los eventos participativos de Sharon Hayes para las comunidades LGTB (Revolutionary Love, 2008), al performance de Tania Bruguera en el cual personas ciegas son vestidas en traje militar y se paran en la calle solicitando sexo (Consummated Revolution, 2008)–. Incluso si una obra de arte no es directamente participativa, las referencias a la comunidad, colectividad (ya sea ésta perdida o actualizada) y a la revolución, son suficientes para indicar una distancia crítica hacia el nuevo orden del mundo neoliberal. El individualismo, por contraste, es visto con sospecha, entre otras cosas, debido a que el sistema comercial del arte y la programación museística continúan girando alrededor de figuras solitarias lucrativas.

Dejan Krsic, diseño gráfico de la exposición Collective Creativity, 2005
Democracy in America, curaduría de Nato Thomson, 2008; Fotografía de Creative Times.

Los proyectos participativos en el campo social parecen operar por lo tanto con un doble gesto de oposición y mejora. Trabajan en contra de los imperativos dominantes del mercado al dispersar la autoría individual en actividades colaborativas que, en palabras de Kester, trascienden “las trampas de la negación y el interés propio”. En lugar de proveer con bienes al mercado, el arte participativo se concibe para canalizar el capital simbólico del arte hacia el cambio social constructivo. Dada esta política declarada, y el compromiso que moviliza este trabajo, es tentador sugerir que este arte forma en teoría la vanguardia que tenemos hoy: artistas que instauran situaciones sociales como un proyecto desmaterializado, antimercado, y comprometido políticamente para continuar el llamado de las vanguardias de hacer al arte una parte esencial de la vida. Pero la urgencia de esta tarea social ha llevado a una situación en la cual las prácticas socialmente colaborativas se perciben todas como gestos artísticos de resistencia igualmente importantes: no puede haber trabajos fallidos, no exitosos, irresueltos o aburridos de arte participativo, porque todos son igualmente esenciales para la tarea de reparar el vínculo social. Si bien comprensivos con la ambición última, yo argumentaría que es también crucial discutir, analizar y comparar críticamente este trabajo como arte, dado que éste es el campo institucional dentro del cual es legitimado y diseminado, aun mientras la categoría de arte permanece como una exclusión persistente en los debates sobre estos proyectos. 

Este es un fragmento de la Introducción de un texto publicado en: Claire Bishop. Infiernos Artificiales. Arte participativo y políticas de la espectaduría. Taller de ediciones económicas, México, pp. 25-28


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