Parece que cada dos o tres años se me invita a escribir sobre artistas contemporáneas, y en general esto ha significado escribir sobre obras que admiro y que tuvieron gran influencia, a la vez que escribo sobre la poca representación que han tenido (y siguen teniendo) las mujeres artistas. Aquí, además de pensar en la visibilidad o en el hacer visible, se me invitó específicamente a escribir sobre obras de arte público de mujeres. Por lo tanto, también surgen preguntas sobre cómo las mujeres (tanto las artistas como las que no lo son) pueden o no ocupar el espacio público: qué significa trabajar en las calles y los riesgos que ello implica para las mujeres artistas. Así, lo primero que debemos tener en cuenta es que las obras de arte público, o las obras de arte realizadas por mujeres y que ocupan el espacio público, adoptan formas, técnicas y estrategias muy diferentes a las realizadas por artistas hombres.
Mientras hacía la investigación para este texto noté con gran esperanza y entusiasmo que, desde que Maris Bustamante y Mónica Mayer crearon Polvo de gallina negra en 1983, las cosas han cambiado un poco, o incluso mucho (en cuanto a la visibilidad y representación de las mujeres artistas), y noté con dolor que otras cosas siguen exactamente igual o peor (en lo que se refiere a la violencia de género en México). La intención del primer performance de Gallina Negra, realizado en las calles y en el contexto de una protesta pública en el Hemiciclo a Juárez contra la violencia machista, era hacerle el mal de ojo a los violadores, al mismo tiempo que se invocaba la conocida frase de Juárez, pero en referencia al cuerpo: “El respeto al derecho del cuerpo ajeno es la paz” [énfasis mío]. Durante el performance, las artistas mezclaron polvos mágicos y repartieron bolsitas con ese polvo a las participantes para protegerse de la maldad machista (o en el caso de los participantes hombres, supongo, para curar el machismo). El proceso de colaboración de estas artistas duró formalmente diez años y, de manera informal, permanece tanto en la amistad como en el trabajo. Han pasado casi treinta años y parece que los polvos mágicos que repartían para protegerse del machismo siguen siendo muy necesarios (no es coincidencia que esta breve reflexión cierre con la diamantina o glitter[1] como herramienta para la resistencia y sus posibilidades como arte público hecho por mujeres). Pero primero quisiera citar las razones de Maris y Mónica para crear su colectivo de performance feminista: “1. Analizar la imagen de la mujer en el arte y los medios de comunicación. 2. Estudiar y promover la participación de la mujer en el arte. 3. Crear imágenes a partir de la experiencia de ser mujer en un sistema patriarcal, basadas en una perspectiva feminista y con miras a transformar el mundo visual y así alterar la realidad”.[2] No es cualquier cosa, y esos objetivos siguen siendo tan vigentes ahora como a principios de los ochenta.
Me parece de especial relevancia que, en vez de simplemente mostrar su trabajo en galerías y museos, su cuestionamiento del papel y la imagen de la mujer en el arte y la sociedad en general se hiciera llevando el arte al espacio público: las calles y también a los medios masivos de comunicación, algo visionario en su momento. Por ejemplo, como dos jóvenes embarazadas tomaron también la televisión y los medios de comunicación como espacios públicos (otro gesto visionario): en ¡MADRES!, un ambicioso proyecto que comenzó cuando ambas artistas se embarazaron al mismo tiempo (sus hijos nacieron con apenas tres meses de diferencia) y convirtieron la maternidad en una obra de arte feminista. ¡MADRES! fue un performance televisivo el Día de la Madre[3] a la vez también se configuró como arte postal (mail art, que no habría de confundirse con male art o arte masculino), pero también como performance callejero, con el que se invitaba a la gente a embarazarse o en el que las dos artistas se serruchaban unas panzas falsas; como lectura de poesía. Pero la relevancia y el espíritu visionario de su trabajo comenzó incluso desde tiempo atrás: antes de conocerse, Bustamante vio un trabajo de Mayer llamado El tendedero (1978), en donde Mayer invitó a 800 mujeres a completar la frase “Como mujer lo que más me disgusta de la ciudad es…”, en papelitos rosa que después colgó en un tendedero en el Museo de Arte Moderno en Ciudad de México. Otras obras de arte público han hecho eco de éste en años recientes, en su título y en su conceptualización, como en el caso de #RopaSucia, en el que las poetas Paula Abramo, Xitlalitl Rodríguez y Maricela Guerrero invitaron a mujeres a hablar sobre los micro y macromachismos y la violencia (mucho antes del #MeToo en 2015), y luego bordaron las experiencias en ropa interior sucia y la colgaron al lado de estadísticas reveladoras sobre las mujeres en el campo cultural, escritas con jabón. O en el trabajo de Lorena Wolffer, que sigue este estilo y lleva el feminismo, el arte público y el significado de ser mujer (artista) más allá en la esfera pública en México.
Muy consciente de su linaje feminista, y a la manera de El tendedero, Wolffer creó Replica (2008), una pieza basada en el “derecho de réplica” que establece la ley mexicana, en la que docenas de mujeres escribieron las palabras que hubieran querido dirigir a los hombres que ejercieron violencia en su contra sobre paredes creadas específicamente para este propósito, alrededor del asta bandera del Zócalo, en el centro de la Ciudad de México. Completaron la oración: “Soy mujer y he sido víctima de violencia por parte de un hombre. Éste es mi nombre y esto es lo que tengo que decirle a mi agresor”. Wolffer, haciendo eco también de las recetas de Polvo de gallina negra e incluyendo la experiencia colectiva de muchas mujeres, y no sólo la suya, creó Recetas contra la violencia hacia las mujeres, en que las mujeres que han experimentado violencia de género pueden hablar desde su propia experiencia de resistencia y supervivencia y comparten sus “recetas” contra la violencia (durante un performance en el Zócalo en 2011 y luego como frases impresas en los postes de luz del Bosque de Chapultepec durante la exposición de Wolffer en el Museo de Arte Moderno en Ciudad de México, en 2015). Hay un sinnúmero de ejemplos del uso que hace Wolffer del espacio público en su trabajo, y quizás el más importante sea su activismo actual, mientras se concentra en cambiar las políticas públicas con respecto a la mujer y en poner literalmente en la letra de la ley todo el trabajo, el dolor, el amor y la investigación que encarnan sus obras.
Al pensar en obras públicas de mujeres en México, debo mencionar a Helen Escobedo y sus esculturas públicas, y también la manera en que Pola Weiss ocupó el espacio público para hacer sus videodanzas. Y en algún punto entre las dos (no en un sentido cronológico, sino en cuanto a procesos y práctica) pienso en Pia Camil, cuyas cortinas a gran escala y piezas colgantes están hechas para que el público las utilice y active, así como la manera en que cuestionó todas las dinámicas de mercado de la feria con Wearing Watching (2015), sus ponchos-manteles usables para picnic, para la feria de arte contemporáneo Frieze, en Nueva York, mientras buscaba otro tipo de intercambio, comunicación y conversación; o A Pot for a Latch (2016), en The New Museum, su espectáculo público basado en el trueque, o más recientemente, acercándose más a la obra de Helen Escobedo, la escultura pública Lover’s Rainbow (2019): dos arcoíris gigantes (13 x 4 metros), uno al norte de la frontera, en Desert X, en el desierto de Mojave en California, y el otro unos cientos de kilómetros al sur, en el Valle de Guadalupe. A la vez que en México las varillas simbolizan la promesa y la esperanza, insertarlas en el paisaje desértico refleja la fertilidad, la confianza y la aceptación de la diferencia (todo lo que los arcoíris del pasado y del presente simbolizan). Estos arcoíris en espejo también son un comentario y arrojan luz sobre “las políticas de inmigración actuales, que alientan a los espectadores a ver las cosas desde dos perspectivas”, como afirma la propia artista. La búsqueda del arcoíris en medio del desierto —casi como un espejismo— recupera “su poder simbólico para restaurar la esperanza, el amor y la inclusión cuando más los necesitamos”.
Y ese arcoíris y su inclusión me llevan de nuevo al tema de lo queer en el arte público, específicamente las bombas de diamantina como herramienta política y estética. Quiero dejar muy en claro que, al hacer una afirmación estética a favor de las bombas de diamantina, de ninguna manera las despolitizo: nacieron y siguen existiendo en el campo del activismo. Sin embargo, creo que se pueden leer en varios niveles, incluso como arte público (sin negar ni ocultar el hecho de que son herramientas políticas). Hace unas semanas, las mujeres marcharon en México porque la violencia de género alcanzó una tasa aterradora y sin precedentes de diez feminicidios al día, y un promedio de una mujer violada cada cuarenta segundos, mientras que la impunidad es de un apabullante 95 a 99%.[4] Durante una de las protestas, algunas mujeres bombardearon a Jesús Orta Martínez, secretario de Seguridad del gobierno de la Ciudad de México, con diamantina color fucsia. Después de que el gobierno intentara criminalizar éste y otros actos tachándolos de “vandalismo”, o incluso de “provocación” o violencia,[5] las mujeres respondieron horneando su propia diamantina ecológica, comprando bolsitas de ese polvo y regresando a las calles. La diamantina se transformó en la imagen de las conexiones físicas, sociales, políticas, afectivas e históricas. Como a las mujeres se les niegan los medios políticos tradicionales de diálogo y apelación (o a veces deciden rechazar activamente las mismas estructuras políticas que nos revictimizan y son cómplices de esa violencia), eligen un medio muy específico para comunicar la disidencia y las demandas: las bombas de diamantina como lenguaje de transformación o respuesta política.
Este lenguaje o herramienta activista comenzó con la comunidad LGBT+Q en 2011, cuando Nick Savage, activista por los derechos homosexuales, bombardeó una firma de libros de Newt Gingrich en Estados Unidos, y desde entonces sigue ocurriendo. La diamantina como herramienta política y estética plantea la pregunta: ¿cómo utilizamos modelos del pasado con las herramientas del presente para informar la creación de un nuevo lenguaje visual que responda a nuestra actual condición cultural de extrema urgencia? ¿Cómo se materializa este lenguaje en el espacio público? ¿Cómo visibilizamos un movimiento para el cambio social y para la supervivencia?
Es interesante que se escoja una herramienta que encarna algunas de las cualidades (o “debilidades”) que el machismo esgrime como crítica contra nosotras, las mujeres (y contra lxs queer, y necesariamente la diamantina construye también esa alianza): lo femenino, feminizado, lo “bajo” y lo popular, un ingrediente del maquillaje (que de paso cuestiona los cánones de belleza) o que alude a discotecas y celebraciones nocturnas. Por lo tanto, las bombas de diamantina —no sólo como herramienta política, sino también estética— ponen de cabeza el “arte académico” en el espacio público: le dan valor a lo barato, a lo camp, lo rascuache, a la feminidad (y además vuelven a echarle en cara al patriarcado esas nociones trilladas de belleza y feminidad), pero también resignifican la calidad subversiva de los cuerpos que se mueven juntos en el espacio público, armados con poco más que brillo y una rabia justificada.