Posibles profanaciones

Ensayo
2 enero, 2019

Mi práctica como curadora y sobre todo los problemas que he abordado y que se inscriben en una crítica no posmoderna de la modernidad, me han ido llevando, poco a poco, a confrontar el problema de la exposición como forma y como sistema, o para ir introduciendo el término que quiero proponer aquí, como dispositivo. En este texto me centro en la exposición y no en otras formas que toma mi trabajo, como publicaciones, simposios y otro tipo de eventos.

Un proyecto en el que este problema se hizo especialmente relevante fue Una máquina desea instrucciones como un jardín desea disciplina.[1] En él, como curadora, busqué pensar en los procesos de colonización interna en Europa a finales de la Edad Media y principios del Renacimiento. Me interesaba porque en ellos podría encontrar las claves para entender las prácticas coloniales implementadas simultánea y posteriormente en las colonias, pero también el proceso de constitución del eurocentrismo como ideología hegemónica, y la relación inextricable entre modernidad y colonialismo.

La investigación, que iba de la mano del trabajo de los artistas que habían hecho crecer el proyecto, como Jorge Satorre (con su proyecto Los Negros, 2011-2013) y Olivia Plender (con Set Sail for the Levant, 2007, y Hortus Conclusus, 2012), me llevaba inevitablemente a pensar en los mecanismos de naturalización de las diferencias ideológicas inscritas en un pensamiento binario (diferencias de género, la creación de la raza como forma de organización socioeconómica, la idea de civilización y progreso, la separación del ser humano entre cuerpo y alma o razón), en las instituciones que crecían de esta lógica moderna tan apegada a la construcción de una imagen del mundo domesticada y reducida a su representación, naturalizada también como realidad.

Sin extenderme en los problemas abordados en Una máquina desea…, es necesario decir que fue entonces que pensé en el espacio expositivo y en la exposición misma dentro de esta lógica moderna que de alguna forma se intentaba desnaturalizar con el proyecto. Por eso, en un acto de autofagia, el proyecto se engullía a sí mismo en este embrollo. En su lucha por desvelar estas contradicciones, apelaba a la exposición para desanudar los mecanismos ideológicos que la habían hecho surgir en un contexto histórico. Es importante en este punto aclarar que mi intención no era ni es atacar la exposición —ni otras instituciones modernas—, sino desnaturalizar el entendimiento que tenemos de ellas, hacer evidente que son producto de una construcción específica —la de la modernidad europea— de una imagen del mundo y de un proceso histórico interdependiente del colonialismo.

La colaboración con dos artistas fue importante para intentar, de manera sutil, una imagen del mundo y de un proceso histórico interdependiente del colonialismo. Una, muy puntual, fue la inclusión de la obra Witch’s Ladder [Escalera de bruja] (2012) de Klaus Weber. La obra es una derivación escultórica de un instrumento cuyo uso está registrado en varios lugares de Europa y que consiste en una cuerda anudada y atravesada con plumas u otros objetos. Hay muchas versiones sobre los usos que este dispositivo puede tener —desde contener hechizos para causar la muerte, hasta su utilidad en prácticas de cacería—, pero la escalera de bruja de Weber tiene un propósito muy específico, el de facilitar la entrada de presencias extrahumanas al edificio que la acoge: “Transmite una contra-energía perturbando las condiciones de recepción dentro de la racionalidad funcionalista por la que se han regido los museos. El poder para hacerlo se deriva de las plumas que vienen de animales que viven en cautiverio, por lo que contrarrestan efectivamente las relaciones morales cristiana y moderna con la naturaleza revirtiendo sus efectos”.[2]

Así, Witch’s Ladder funcionaba en la exposición al evocar y hacer que formas de relación con lo no-humano, ajenas a la modernidad racionalista, también funcionaran —que se hacían presentes en las obras de Jorge Satorre y Candice Lin,[3] por ejemplo—, y al dirigirse directamente al régimen de pensamiento que fundaba el espacio que acogía su presencia, es decir, el espacio expositivo.

La colaboración con Xabier Salaberria —que tuvo lugar en las versiones del proyecto en Metz y Bilbao— atravesó toda la exposición y consistió en el desarrollo de una estrategia de “desneutralización” del espacio expositivo, una de las principales líneas de trabajo de Salaberria como artista. De hecho, esto lo ha llevado a trabajar en el diseño de muchas exposiciones en las que los roles de artista y diseñador se confunden, lo que desde mi punto de vista, es una falsa dicotomía si consideramos que en su trabajo se enmarca el funcionamiento mismo del espacio de exposición y sus elementos constitutivos: “Desafiando la especialización, estas actividades expandidas plantean una serie de dilemas, pues parten de un tipo de mentalidad en la que el arte ya no ofrece objetos físicos o simbólicos, sino también intervenciones inmateriales y pragmáticas difíciles de categorizar dentro de las convenciones del sistema”.[4]

Por medio de intervenciones puntuales, Salaberria aludió a convenciones de presentación y características de la arquitectura que son invisibles normalmente para el visitante, como la altura a la que se cuelgan las imágenes, la elección de un tipo de soporte para mostrar un video, los materiales con los que se crea una vitrina (incluidos los desechos que produce), el carácter provisional de muros falsos que se mimetizan con los del edificio, etc. En el caso de Salaberria, éstas no son estrategias formuladas que se aplican en todos los contextos. De hecho, para las instalaciones de la “misma exposición” en dos lugares diferentes no se utilizaron los mismos recursos —esto sería una forma de crear nuevas convenciones—, sino que cada espacio exigió respuestas adecuadas a realidades diferentes. El cuestionamiento del cubo blanco no pasa aquí por una crítica a su carácter aburguesado, sino más bien a su pretensión de neutralidad y de tener la capacidad para absorber otras propuestas estéticas.

Es en este sentido que me gustaría entender la exposición como forma y, hasta cierto punto, como dispositivo. No pretendo hacer una genealogía de las diferentes estrategias que han interrogado las formas tradicionales de presentar arte, ni exponer una fórmula que resuelva el problema del display y termine por desmantelar la exposición como forma o formato. Sin embargo, sí quisiera resaltar el valor intrínseco de pensar y repensar la exposición como dispositivo, en el sentido que le da Giorgio Agamben, siguiendo a Foucault, como un conjunto que articula elementos heterogéneos lingüísticos y no lingüísticos, es decir, cualquier cosa desde la arquitectura, pasando por los objetos, los textos, los discursos.[5] Este conjunto o red se articula estratégicamente con un propósito y está inserto en relaciones de poder y de producción de conocimiento. Definir la exposición como dispositivo permite entonces entenderla más allá de sus estrategias de presentación y más bien como una red organizada de relaciones entre cosas materiales e inmateriales.

El problema con los dispositivos es que existen para manejar, gestionar el comportamiento porque funcionan dentro de relaciones de poder. Y es precisamente aquí donde el argumento sobre la naturalización de la exposición toma relevancia respecto a pensar formas de subvertir este dispositivo, de potenciar subjetivaciones tal vez menos condicionadas en el proceso, que sean capaces de crear otras formas de conocimiento dentro de otras relaciones de poder. Siguiendo a Agamben, cada dispositivo crea su sujeto: la subjetivación se refiere a la interacción de los seres con el dispositivo que produce ese sujeto del que hablamos, lo que implica que ese sujeto no es una entidad fija, sino que se reconfigura como tal a través de diferentes dispositivos.[6]

El Museo Experimental el Eco es, de hecho, un buen ejemplo. El planteamiento de Mathias Goeritz de una arquitectura emocional implica afectar el elemento arquitectónico de un futuro dispositivo desde su diseño y pensar en los afectos como forma de subjetivación. ¿Cómo puede este espacio, ahora inscrito dentro de una estructura universitaria, y por tanto reconfigurado por enésima vez, afectar las exposiciones y demás proyectos que ocurren en él? El edificio es sólo una parte de lo que constituye su realidad como espacio expositivo, pero exige que se dialogue con él. De alguna forma complica la relación binaria entre sujetos y objetos —una de esas dicotomías modernas que establecen una jerarquía extraña entre lo que consideramos el observador y lo observado—, estableciéndose él mismo como sujeto y tal vez objetivándonos a nosotros en él. De esta manera, las exposiciones que contiene están obligadas a interactuar, a reconocer el espacio abiertamente.

Cuando se habla de dispositivo de exposición, suele entenderse como un soporte de la misma. Dentro de la lógica que hemos tratado de establecer aquí, un soporte —vitrina, pedestal, sistema de organización— puede ser parte del dispositivo y puede llegar a ser uno en sí mismo, es un instrumento que posiciona lo que se expone de una cierta forma. Una vitrina da un valor añadido a lo que ponemos detrás de ella, proteger los objetos con una cuerda no sólo soluciona un problema logístico, sino que produce un tipo de comportamiento hacia el espacio que delimita así como aquello que separa.[7] En este sentido, cuando pensamos la exposición, estamos planteando todo un conjunto de estrategias que dan forma a eso que mostramos y el ejemplo clásico, aún útil, lo constituyen los ejercicios de museografía de Lina Bo Bardi.[8] La voluntad de desjerarquización de los objetos, la forma de considerar los soportes de exposición, no como elementos neutros, sino como interlocutores, la necesidad de plantear otras formas de clasificación y otras formas de circulación en el espacio de exposición son todas estrategias que apuntan hacia una especie de profanación de la exposición como dispositivo.

Agamben señala que “si ‘consagrar’ (sacrare) fue el término que designaba la salida de las cosas de la esfera de la ley humana; ‘profanar’ significa, por el contrario, devolver la cosa para el uso libre de los hombres”.[9] Desde esta perspectiva, es interesante pensar estas estrategias museográficas (o tal vez haya que llamarlas museológicas) como actos de profanación que devuelven en alguna medida algo de agencia a los sujetos que se constituyen en el espacio-tiempo de un determinado ejercicio curatorial. En los caballetes transparentes de Bo Bardi para el Museo de Arte de São Paulo la gente podía circular alrededor de la obra y estaba obligada a mirar por detrás para leer la ficha informativa. Esto implica una profanación de la relación unidireccional con que las instituciones suelen enfrentarnos a la pintura, una oportunidad para considerar el marco como parte de este dispositivo y no como un accesorio más. Pero también la transparencia y disposición en el espacio de estos caballetes dan la posibilidad de generar otras relaciones menos subordinadas a ciertas clasificaciones entre las obras.

En la exposición de Andrzej Wróblewski, organizada por el Reina Sofía en el Palacio de Velázquez,[10] ocurrió algo interesante que complica un poco la cuestión. Wróblewski solía utilizar los dos lados del lienzo o de los papeles en los que pintaba y dibujaba y en ellos se reflejaban intereses diversos del pintor, desde la geometría hasta su compromiso político. Los coleccionistas o curadores (como lo indica el folleto de la exposición) escogían qué cara mostrar. En el caso de los lienzos está la cara “lógica”, el verso, y el reverso plasmado, hundido dentro de los márgenes del bastidor. En las obras enmarcadas, el reverso del marco se hace presente con su estética inacabada en comparación con el frente. Los curadores de la exposición decidieron crear unos soportes que permiten ver ambas caras de los cuadros y la divergencia de motivos entre una y otra, algo que, según entiendo, el artista no había previsto. Los soportes, muy sobrios, me recordaron los caballetes de Bo Bardi, sobre todo por esta posibilidad de circular alrededor de una obra bidimensional. En este caso, sin embargo, el artista había ya cometido la trasgresión del canon pictórico al considerar tanto el bastidor, como el lienzo estirado en éste, un mecanismo de trabajo y un elemento estético, no sólo una superficie. De alguna forma extraña, los soportes de la exposición permiten al mismo tiempo disfrutar de esa ruptura mientras restituyen un cierto orden expositivo.

En la lucha por alcanzar alguna coherencia entre los propósitos curatoriales y eso que mostramos como nuestro trabajo en un dispositivo, como la exposición, surgen innumerables contradicciones. Son éstas las que enriquecen también las posibilidades de entender el trabajo más allá de la representación, entre los intersticios que posibilitan aquellas profanaciones necesarias.


[1] Une machine désire de l’instruction comme un jardin désire de la discipline es una obra de Jimmie Durham que tomamos prestada para el título de la exposición. Ésta fue presentada en MARCO de Vigo (2013-2014), en FRAC Lorraine, Metz (2014) y en La Alhóndiga de Bilbao (2014). Los artistas participantes en las tres ediciones fueron: Maria Thereza Alves, Iranzu Antona, Jimmie Durham, Harun Farocki, Patrick Keiller, Anja Kirschner y David Panos, Candice Lin, Rogelio López Cuenca, Carme Nogueira, Olivia Plender, Xabier Salaberria, Jorge Satorre y Klaus Weber.

[2] Esta descripción sintetiza un intercambio con el artista durante la preparación de la exposición.

[3] Partiendo de El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg, Satorre intenta descubrir indicios de una historia de tensiones entre los esfuerzos de la Iglesia por absorber o reprimir lo que se consideraba paganismo y las estrategias populares para infiltrar prácticas precristianas agrícolas dentro de su vida como fieles católicos. Por su parte, Candice Lin examinaba en sus dibujos las nociones de género, raza y sexualidad en relación con la construcción de un orden patriarcal y capitalista.

[4] Peio Aguirre, “Por una ecología de la forma”, en Xabier Salaberria, All material of the World/ todo el material del mundo. Inkontziente-kontziente, Servicio de publicaciones del Gobierno vasco, Vitoria-Gasteiz, 2010, p. 33

[5] Pensar hoy en un dispositivo implica tomar prestado el análisis que hace de él Giorgio Agamben, partiendo de Michel Foucault y de Hegel. Me permito hacerlo a la ligera porque para el propósito de este ensayo no hace falta ahondar en la genealogía que hace Agamben de esta forma de pensamiento.

[6] Agamben habla de cómo los nuevos dispositivos tecnológicos, tales como teléfonos celulares, han cesado de generar procesos de subjetivación y, por el contrario, producen des-subjetivación.

[7] En este punto podríamos también hablar de la conservación, que es una actividad ligada absolutamente al museo como institución moderna y a la idea de preservación como misión inscrita en esta voluntad de generar una imagen total del mundo.

[8] Hay numerosos estudios que se ocupan de los diferentes aspectos de la obra de Lina Bo Bardi, así que me limito aquí a señalarla como ejemplo de mi argumento principal.

[9] Giorgio Agamben, What Is an Apparatus? and Other Essays, Stanford: Stanford University Press, 2009, p. 18. Traducido al inglés por David Kishik y Stefan Petadella. La traducción al español es mía.

[10] Andrzej Wróblewski: Verso/reverso, 17 de noviembre de 2015 – 28 de febrero de 2016, Palacio de Velázquez, Madrid.


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