Plástica dinámica / integración plástica

Mathias Goeritz
2 diciembre, 2019

En 1932 Carlos Mérida fue invitado como director de la Escuela de Danza de la Secretaría de Educación Pública. En ese momento, la institución aún era conocida como la Escuela de Plástica Dinámica. Este proyecto educativo experimental —en el que participaron desde un inicio el arquitecto Samuel Chávez y el pintor Carlos González, entre otros— subrayó su intención de integrar distintas disciplinas a partir del arribo del artista de origen guatemalteco.[1]  Quizá fue en la escuela, y a través de las artes escénicas, donde comenzó su interés por una síntesis moderna y experimental de las artes. Carlos Mérida logró propuestas originales en las producciones realizadas en la Escuela de Danza, íntimamente ligadas a una investigación y actualización de las danzas de México. Estos intereses también quedaron expuestos en su producción artística, principalmente en sus carpetas de obra gráfica Danzas de México (1937) y Carnival in Mexico (1940). El conjunto de estas piezas podría ser visto casi como dibujos etnográficos. No obstante, su sentido plástico los separa del intento de verisimilitud y realismo que distingue al dibujo científico. Esto es evidente, de manera particular, en su carpeta de 1937, en la que sus trabajos se relacionan con la figura del maniquí (a la de Chirico) y con la solución un tanto biomórfica de algunos danzantes que recuerdan las formas utilizadas en sus pinturas superrealistas (como las calificó Luis Cardoza y Aragón) de ese periodo.[2]  Con esto produjo un trabajo de corte etnográfico que rechazaba la racionalización de distintas obras artísticas que implican a la antropología o la etnografía como ciencia. Del mismo modo, a través de estas representaciones evitó una referencia fácil al folklore, al no pretender una copia idéntica, abriendo la posibilidad a otro tipo de asociaciones y registro de las formas culturales.[3] 

Durante la segunda mitad de la década de los treinta, Mérida fue invitado como profesor de la escuela de arte del North Texas State Teachers College (hoy University of North Texas) donde prevalecían las ideas pedagógicas del diseñador estadounidense James Prestini, así como del artista y teórico de origen húngaro, György Kepes. El artista regresó a México a inicios de los años cuarenta y durante esa década fue modificando su producción hasta llegar a su propuesta de pintura funcional (1953): “La pintura hay que fundirla en el cuerpo arquitectónico y no tomarla como mera ornamentación. Éste es el muralismo que avizoramos”.[4]  Aunque en esta cita, Mérida se refiere en particular al medio del mural, su propuesta de integración a partir de estos años comprendía más que esto; incluía, entre otros, relieves, telones, piezas de cerámica o mobiliario. Esta apreciación de obras que llegan al campo del diseño quizá se debió, en cierta medida, a la influencia de Prestini en la escuela texana en la que laboró. Del mismo modo, se podrían realizar  conexiones con el dinamismo o movimiento de sus obras geométricas y constructivas que empezó a desarrollar en esos años, y que se consolidó como su estilo distintivo a partir de los cincuenta, con las ideas de Kepes (como puede apreciarse en su pintura de escala mural Glorificación al quetzal,de 1965).

Como es sabido, cuando el Museo Experimental el Eco de Mathias Goeritz se inauguró, en 1953, había un mural de Mérida en el área del bar. A través de fotografías puede observarse que ya expresaba la solución geométrica distintiva de su producción de la segunda mitad del siglo xx. Daniel Mont, mecenas del nuevo museo y quien ya había trabajado con el artista guatemalteco, le comisionó directamente esta pieza. Goeritz tuvo que desarrollar su proyecto con esto en mente. Al parecer, el artista de origen alemán nunca se mostró inconforme y es probable que su encuentro con Mérida haya rendido frutos dentro de su proyecto arquitectónico (en cuanto a ideas de síntesis plástica) y, en particular, en el acto inaugural, con la integración al programa de un número dancístico a cargo del ballet de Walter Nicks. El artista guatemalteco, después de todo, había presentado su programa de pintura funcional el mismo año de la inauguración del museo y era un gran proponente de la danza y su integración con otras disciplinas. Después del Museo Experimental el Eco, Mérida y Goeritz sólo colaboraron en otro proyecto arquitectónico. Ambos realizaron murales para la Sala “cora-huichol” del Museo Nacional de Antropología por invitación del museógrafo Alfonso Soto Soria quien, en los años de la construcción de El Eco, trabajó como asistente de los dos artistas. No obstante, Goeritz siempre se expresó favorablemente de su trabajo y, en un artículo que escribió para la “Sección de arte” de la revista Arquitectura México, calificó sus grandes relieves murales en concreto para el Centro Urbano Presidente Juárez como el mejor ejemplo de integración plástica en México.[5]  Sin duda, apreciaba la “persecución de una plástica íntimamente funcional” de Mérida, así como su ideal de síntesis de arte y arquitectura. Ambos también compartían un interés por la experimentación formal y el uso de nuevos materiales en sus obras, como el concreto, el aluminio y las pinturas industriales.

Goeritz concibió la escultura La serpiente en términos arquitectónicos, de acuerdo con el ambiente del patio del museo y con una solución irregular que contrastara con su espacio construido. Sólo en la inauguración esta escultura se volvió “funcional” (como apuntaría Mérida) al ser parte de la escenografía y escenario del ballet de Walter Nicks. De acuerdo con lo dicho por Goeritz, esta presentación escénica fue parte de un proyecto integral que reunió, entre otros, al compositor ruso Lan Adomian en la música y a la artista californiana Rosa Rolando en la realización del vestuario. Goeritz nunca volvió a convocar un evento de esta índole para otro de sus proyectos y sólo trabajó con la bailarina Pilar Pellicer en una sesión fotográfica para el museo. Lo escénico o perfomativo —por decirlo de alguna manera— no volvieron a figurar en su trabajo aunque la idea de integración o síntesis de las artes siempre fue constante en su producción. La cercanía que en ese momento tenía con Mérida y la relación estrecha del artista guatemalteco con Mont pueden quizá explicar la excepción: ¿por qué la danza tuvo un papel clave en la inauguración de El Eco, en un evento que podría ser calificado como ejemplo de plástica dinámica? Aunque Goeritz no orquestó otro acto que incluyera las artes escénicas, su trabajo ha sido constantemente utilizado para esto. Históricamente, la danza moderna de Luis Limón sobre El animal del Pedregal (1951) se contrapone al delirante baile de Rachel Welch con las esculturas de La ruta de la amistad (1968)como fondo, mientras las fotografías de Pellicer en El Eco se contraponen a las tomadas por el maestro Antonio Caballero a “las Hermanas Jiménez” en Las torres de Satélite (1957-1958). Estas mismas torres también aparecen y funcionan como escenografía en la película La montaña sagrada (1973),de Alejandro Jodorowsky.

Desde que el Museo Experimental el Eco se rescató y abrió sus puertas de nuevo en el 2005, varios proyectos presentados en ese sitio han buscado referirse a las cuestiones escénicas y asociadas con la danza que estuvieron en juego en la historia del espacio, incluyendo su inauguración. En la segunda exposición organizada en el museo en 2006, Guillermo Santamarina (en ese momento su director) realizó un proyecto que revisaba la serie de Mensajes de Goeritz. Santamarina logró reunir varias piezas excepcionales, sobre todo, se exhibió un mural transportable de lámina perforada. La noche de la inauguración, la sala se iluminó con varias velas encendidas que interactuaban con la superficie del mural. El ambiente lumínico era particular y sugería las exposiciones históricas en las que Goeritz incluía una iluminación dramática para enfatizar la iridiscencia de estas piezas de láminas de metal o cubiertas con hoja de oro. Helen Escobedo se presentó a la inauguración de Mensajes M. G. portando una máscara de cuentas de metal dorado que también interactuaba con la luz de las velas de una manera similar, funcionado como una extensión de los Mensajes (lo mismo que el mural y varias obras de la misma serie expuestas en los muros del museo).

Otro de los proyectos que se presentaron durante los primeros años de reapertura de El Eco y que podría vincularse con este tipo de integración o que tien ciertos rasgos similares fue Eco Fever (2009), de Maurycy Gomuliki. Para esta exposición, el artista cubrió la totalidad de los muros interiores del museo con grandes telas de distintos colores y una iluminación específica que creaba un ambiente particular, lo alteraba táctilmente y mediante una estridencia cromática y efectos lumínicos. Con este ambiente buscaba emular una especie de antro de época, lo que enfatizó al portar en el evento inaugural un traje con confección de los años setenta que se asociaba con facilidad con el imaginario de la música disco. Por si no fuera suficientemente claro, el proyecto llevaba Fever en su título. La intervención (solución) de Gomuliki resultaba interesante en relación con la historia del lugar. Como se ha mencioando, antes de transformarse en el Foro Isabelino a finales de los años sesenta, el museo funcionó como centro nocturno de disidencia sexual, un espacio en que los cuerpos se relacionaban en la arquitectura sin “fines estéticos”, por así decirlo. Quizá es desviarse mucho del tema pero la lejanía (en lo que a experiencia toca) entre estos dos escenarios (el museo, el antro) puede servir para pensar en la regulación de los cuerpos de acuerdo con distintos contextos y, en particular, el que está presente en los espacios dedicados a la exhibición y consumo de arte.

A manera de conclusión conviene retomar la figura de Mérida para señalar que, después de su inauguración, El Eco siguió desarrollando proyectos de plástica dinámica asociados con la danza. Esto puede apreciarse en sus obras plásticas, ya con su solución geométrica y constructiva distintiva, como sucede en su pintura Danzantes de Tlaxcala (1951) hasta con el diseño de originales escenografías y vestuario para los ballets Tacotta (1950), Leyenda (1956) y Visiones fugitivas (1960). En esa misma década, Mérida también realizó sus proyectos más ambiciosos de integración plástica en México y en Guatemala (que son los que sobreviven). Estos últimos proyectos merecen ser mencionados no sólo por su escala y originalidad sino para discutir las obras comsionadas de Mérida. Como Goeritz, el artista guatemalteco tendía a operar “ejecutivamente” y no reparaba mucho en sus clientes. Ambos realizaron proyectos para el Estado mexicano, la iniciativa privada y, en el caso de Goeritz, hasta para la iglesia. El caso de Mérida, por su parte, puede resultar más polémico y permite revelar su postura ideológica en el marco de la Guerra Fría. Los proyectos que realizó durante los años cincuenta y sesenta en distintos edificios del Centro Cívico de la Ciudad de Guatemala fueron comisionados por los gobiernos favorecidos por Estados Unidos después del golpe de Estado de 1954, operación conocida como PBSUCCESS. Si durante la primera mitad del siglo pasado, su pintura reflexionaba en un “panamericanismo” entendido como utopía estética del arte moderno del continente, durante la segunda mitad este mismo término se reveló como la inclinación política en la lógica bipolar que marcó la Guerra Fría.


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