Mathias Goeritz llegó a México en 1948 proveniente de España, invitado por el ingeniero Ignacio Díaz Morales (Guadalajara, jalisco, 1905-1992). Residió en Guadalajara, Jalisco, donde empezó a trabajar en la Escuela de Arquitectura, impartiendo el curso de “Educación visual”, por medio del cual llamó la atención en la escena cultural local. Fue en ese contexto donde conoció al ingeniero Luis Barragán y al pintor Jesús Reyes Ferreira, con quienes en los siguientes años realizó varios proyectos de relevancia para la historia del arte y la arquitectura mexicanas, como las Torres de Satélite y el Convento de las Capuchinas en Tlalpan.
En una exposición de sus pinturas y esculturas en la Galería de Arte Mexicano, en 1949, Mathias Goeritz conoció a Daniel Mont. En el contexto de esa inauguración fue que Mont realizó uno de los ofrecimientos más arriesgados y singulares para la carrera del artista de origen alemán. Según lo que Goeritz refiere en diferentes relatos, Daniel Mont se acercó a ofrecerle un terreno en las calles de Sullivan, en la ciudad de México, y una cuadrilla de trabajadores para que hiciera “lo que le diera la gana”.[1] Goeritz replicó que él no era arquitecto y que eso sería un problema, a lo cual Mont respondió que justo era esa la razón por lo cual quería que fuese él quien llevase a cabo tan especial empresa. De la función de ese espacio hablarían después. Tiempo más tarde, tras un sinnúmero de pláticas alrededor de este proyecto, nació la idea de realizar un museo experimental que empezará sus actividades, o experimentos, a partir de la obra arquitectónica de su propio edificio. Para Mathias, eran de particular interés las obras arquitectónicas donde pudiesen confluir todas las artes, por ser historiador del arte; la idea de un santuario para la creación artística fue una constante en la concepción del proyecto. Le interesaban las catedrales, pagodas y mezquitas, lugares donde el espacio arquitectónico dejaba suceder a otras manifestaciones artísticas en tiempo presente, donde la pintura del sitio se podía reinterpretar con las voces de los coros y la danza iba acorde con la configuración del espacio, a diferencia de un foro o un teatro. Goeritz decidió entonces realizar el Museo Experimental El Eco. El nombre correspondía a la intención de que fuese un espacio que sirviera como lugar de resonancia para la expresión artística de su tiempo.
Comenzó con una serie de dibujos que llamó ideogramas, una suerte de ejercicios que le permitieron visualizar el espacio que iba a construir. Al no ser arquitecto, Goeritz decidió generar un sistema propio de construcción y planeación que lo ayudará a comprender esa obra, no como un edificio, sino como una escultura habitable; esta diferencia aclararía en el futuro por qué Goeritz y Mont nunca quisieron entender ese lugar como una sala de exposiciones convencionales, ni como un salón aséptico de museo. Todo estaría relacionado de tal manera que, según palabras de Goeritz, el lugar tuviera “la emoción” como principal función.[2]
Empezó la obra levantando muros que separaron el terreno de la imagen urbana de la ciudad; con esto, se generó un patio interior donde todo lo que pudiera verse fuese una torre que señalaría el lugar donde la creación artística sucedería. El pasillo, que constituía la entrada principal del recinto, se cerraba conforme se iba avanzando por el corredor, debido a la inclinación e irregularidad de la planta arquitectónica, elemento distintivo de esa arquitectura, que en todo momento trató de evitar los ángulos de 90 grados para crear un juego más atrevido en el espacio, así como perspectivas y efectos de monumentalidad en una área reducida. Se trataba de un intento de apelar a la experiencia derivada del tránsito del visitante, que se distanció de las tendencias funcionalistas de la época, las cuales restringían a un uso específico la interacción con el espacio arquitectónico.
Goeritz introdujo una escultura de metal que identificó como “estructura base”, la cual representaba una serpiente. Ésta ayudaría a darle escala al patio y serviría de marco para el ballet que se presentaría en el lugar. Dicha serpiente fue motivo de reflexiones muy amplias y, al igual que otros elementos del museo, en el futuro formaría parte del legado modernista del país: años después, la estructura de la serpiente se convertiría en el logotipo del Museo de Arte Moderno de la ciudad de México.[3]
Al igual que un constructor de catedrales, Goeritz invitó a otros creadores a sumarse al proyecto para ampliar su ejercicio y no tener completo control del resultado final. Invitó a artistas con mayor experiencia que él, a los cuales admiraba profundamente; tal es el caso del escultor y pintor Germán Cueto, quien había participado antes en movimientos de vanguardia y experimentación, como el llamado Movimiento Estridentista, uno de los más importantes de México tanto en artes plásticas como en literatura y activismo político. Cueto propuso, para los pasillos que conducían hacia una pequeña sala en la parte superior del lugar, un par de esculto-pinturas, que es como denominaron a unos relieves sobre material pétreo que funcionaban como prominencias adosadas a los muros.
La única condición que Daniel Mont le impuso a Goeritz en el proyecto fue la creación de un bar, un lugar donde las personas asistentes pudieran encontrarse; para ir y venir de la convivencia social a la emancipación estética. Los juegos de luz y sombra en el espacio corresponderían a la disposición de los muros interiores y a su vestibulación. Para la creación del bar, Goeritz invitó a otro personaje relevante de la escena cultural del momento que, al igual que Cueto, con su sola presencia significaría otro punto de partida, más cercano a la abstracción. Fue a Carlos Mérida a quien dieron el encargo de realizar una intervención en los muros del bar con una cenefa geométrica que representaba peces y rostros que se perdían entre triángulos y trapecios de madera policromada, los cuales fueron adosados a los muros para darle movimiento a la envolvente lineal y rugosa de las paredes del bar de El Eco. Mérida supo perfectamente qué hacer, pues varios años antes ya había realizado proyectos importantes para ampliar la experiencia arquitectónica, reconfigurando geométricamente motivos de la cultura mexicana, sin llegar a las representaciones apolíneas de Diego Rivera. Mérida siempre entendió, al igual que Goeritz, que las culturas madres en Latinoamérica estaban más relacionadas con la geometría de las imágenes y la abstracción del mundo, que lo que se entendió después en las vanguardias europeas.
Goeritz había decidido, junto con Mont, que todas las superficies del lugar tuvieran una textura rugosa, elemento que conceptualmente lo separara de los grandes salones de pintura y, al mismo tiempo, lo relacionara con los muros hechos de estuco que tanto lo habían sorprendido en su visita a Teotihuacan en 1948.
En efecto, Mathias Goeritz había realizado un proyecto con Daniel Mont que mucho se distanciaba de la idea de conservación de una colección o de la custodia de un acervo: El Eco había sido construido para que otros artistas lo ocuparan y las obras que acompañaron a su apertura se concibieron como dispositivos para provocar la emoción esperada en el espectador, pero nunca como elementos autónomos y, probablemente, no permanentes; según Goeritz, esto relacionaría al museo con obras de la Antigüedad, donde el objetivo principal fue el engrandecimiento de una comunidad por medio de sus obras con un fin común: la idea de pensar en tal lugar como un sitio de encuentro entre seres humanos.
El Museo Experimental El Eco se inauguró el 7 de septiembre de 1953, con una gran expectativa por parte de sus invitados. Se presentó un ballet dirigido por Walter Nicks, con música de Lan Adomian, y esculturas de madera en pequeño formato creadas por Goeritz y talladas por el maestro Romualdo de la Cruz, en Guadalajara. En su primer mes, el recinto acogió a diferentes personajes relevantes de la cultura nacional e internacional, y ofreció a sus asistentes desde conciertos y exposiciones de arte, hasta rituales tribales que tanto atraían el gusto de Daniel Mont.
El 26 de octubre de 1953 Daniel Mont murió a causa de un paro cardiaco. Después de esa fecha todo el proyecto relacionado con el museo experimental se desvaneció, tras perder al corazón de la operación en tan temprano momento. Goeritz publicó en 1954 el Manifiesto de la Arquitectura Emocional, como una suerte de justificación para todos aquellos que cuestionaron el proyecto durante ese año y que nunca entendieron las intenciones de tan misterioso lugar.
El Eco no tuvo la vida que se esperaba y cambió de rumbo en diferentes ocasiones: se convirtió en restaurante, en cabaret; se sabe que fue el primer bar gay de la ciudad y, después, lo rentó la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), por iniciativa del maestro Héctor Azar, y en sus espacios vio nacer al Centro Universitario de Teatro (CUT). Más adelante fue tomado por un grupo de activistas que estuvieron en el lugar durante los siguientes 25 años, y cuando el Centro Libre de Experimentación Teatral (CLETA) se separó por una pelea de sus líderes, el lugar se convirtió en El Tecolote, un centro de eventos diversos, donde la oferta cultural se relacionaba más con la propaganda política y el rock urbano. A finales de los años noventa, el lugar cayó en abandono. En todos esos años, Goeritz nunca pudo hacer nada por el proyecto que, para él, había modificado para siempre su forma de hacer arte, y que influyera en otros trabajos subsecuentes, entre los que se destacan las Torres de Satélite, la Ruta de la amistad, el Espacio escultórico de la UNAM y el Laberinto de Jerusalén.
En 2004 el lugar fue
recuperado por la UNAM para su restauración, luego de haber gestionado su
rescate, pues se hallaba a punto de ser demolido por sus últimos dueños para
construir un estacionamiento. El 7 de septiembre de 2005, 52 años después de su
inauguración original, el Museo Experimental El Eco reabrió sus puertas con la
vocación original de sus creadores, para ser espacio de resonancia de los
artistas de su tiempo, dejando en la escena la pregunta de si la
experimentación en el arte implica un distanciamiento de la idea del objeto
terminado y, por ende, de su consumo como producto o valor de intercambio
económico. El Museo Experimental El Eco es un proyecto que apenas en el
comienzo del siglo XXI está realizando las líneas de acción para las cuales fue
erigido; el tiempo y sus actuales intérpretes darán cuenta de cómo es habitar y
vivir dentro de una escultura habitable y de cómo la arquitectura emocional materializada
por Goeritz repercute o no en los modelos de producción artística del futuro
dentro de su escena.
Paradójicamente, en la actualidad podría
hablarse de El Eco como un espacio que recupera la esencia del periodo
modernista en México y podría afirmarse que sus espacios de exhibición —que en
ningún momento se han conducido de manera estricta como cubo blanco— comulgan
con las exploraciones de los lenguajes formales de la narrativa que la
vanguardia heredó de los años cincuenta como producto estético. Esto es
contrario al espacio controlado, sin sombras, aséptico y artificial de las
salas de museos contemporáneos, que hoy día destinan sus esfuerzos a la
tecnología de la estética, aplicada a la certera lectura y visualización del
hecho artístico. Lo que se puede decir de El Eco en este momento (al igual que
de otros espacios hermanos, en lo que toca a la institución, por su carácter
universitario) es que se encuentra en un época de oportunidad para poder
ampliar el interés de las prácticas culturales en las que concurre, si se
mantiene y se procura principalmente como un sitio de situaciones y producción
efímera y sitoespecifica, como ha venido ocurriendo desde 2005. El Eco puede
alcanzar disonancias amplias en el campo al que pertenece, generando distancias
creativas respecto de nuestro presente inmediato, ampliando los caminos de
reflexión de nuestra Mnemósine como un acto colectivo y dramático por su
carácter de producción museal transitoria, porque quizá, después de todo, lo
único que podemos conservar es lo que alimentamos en nuestra memoria.
[1] “¿Arquitectura Emocional?”, en Arquitectura, México, núm. 8-9, mayo-junio de 1960, pp. 17-22.
[2] El doctor Daniel Garza Usabiaga ha propuesto vincular, en sus investigaciones, el término arquitectura emocional con la idea en torno a lo “sublime” desarrollada por Edmund Burke (A Philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and Beautiful), la cual nos ayuda a profundizar la diferencia en la concepción de museo de Goeritz y Mont, que se relaciona más con la intención de generar la experiencia del asombro, lo cual también podría entenderse como misterio.
[3] El Museo de Arte Moderno de la ciudad de México se inauguró hasta 1964.