Los estudiosos de un escritor, o de un pintor, sueñan con encontrar una obra desconocida de ese autor. Ello constituye, quizás, el máximo placer. El investigador se puede apreciar entonces de haber añadido al cúmulo, una pieza que –en su delirio– reconfigura el entendimiento que hasta el momento se tenía del investigado. Imaginemos, como símil, a un botánico en medio de la selva tropical, o perdido entre las dunas de un desierto, encontrando una nueva especie que nombrará para la eternidad con su apellido. Hay así varios investigadores y estudiosos de Mathias Goeritz que hurgan archivos, colecciones, galerías y bodegas de remates en busca de obras que no estén catalogadas con el afán de incluirlas en el catálogo razonado del artista.
Resulta particularmente complejo en el caso goeritziano pues su obra se presta a la falsificación: basta dar una vuelta por la Lagunilla en la Ciudad de México, o por el mercado de antigüedades de la Zona Rosa para encontrar, por aquí y allá, algunas serigrafías característicamente coloridas en amarillos, rojos y negros que resultan de muy dudoso origen. A mi, en todo caso, ello me divierte. La falsificación y la piratería son dos de los más altos honores a los que puede aspirar un creador. Últimamente me he involucrado, hace algunos años, dos o tres, con la obra de Mathias Goeritz. No me considero su estudioso, sin embargo, he indagado archivos relacionados a él y he peinado los mercados de pulgas en busca de baratijas. Incluso, mi cotidiano, se ve relacionado con él, salvo en vacaciones.
Hace unas semanas las vacaciones me llevaron ¡oh Fortuna! a la Costa Brava catalana y a Girona. Caminaba por aquella ciudad, alguna vez pequeña y amurallada, realizando un elogio a la vagancia; tomando al pie de la letra al cronopio, iba andando sin buscar, sin pretender encontrar nada, aceptando el acontecimiento de la realidad como una gratificante hierofanía, feliz de sentir el aire que emiten las hojas de los árboles, la luz solar, mirando incansablemente el mar (mental), los perros (mentales), la puñetera vida.
Así, en ese estado, de golpe mi vista se vio atraída hacia la parte más inferior de la jamba de una puerta labrada en rica madera. En la jamba, un jeroglífico esculpido en concreto me trasladó de vuelta al Museo Experimental el Eco y al poema plástico goeritziano. Consideré en ese álgido instante que esos signos habían sido construidos exclusivamente para mí y me ruboricé. Aquí, una imagen, o dos imágenes, valen más que mil palabras. ¿A poco no son de la misma estirpe?

Comenzó entonces a brotar del caudal de mi cabeza una serie de preguntas: ¿Quién habrá hecho esto? ¿Guardará relación con Goeritz? ¿Habrá conocido a Mathias? ¿Mathias habrá conocido esta inscripción? ¿Podría ser su obra secreta? ¿En qué fecha se habrán esculpido? ¿Qué disimulado sentido guardan? ¿Serán una vana ilusión? ¿Sólo yo las encuentro parecidas?
Recordé a los archimboldianos de 2666 e imaginé a una pequeñísima secta goeritziana que vagaba por el mundo sin tener mejor cosa que hacer que rastrear el vaho dejado por el artista. Me di asco y me reconocí. Recordé la advertencia de que hay que tener mucho cuidado con lo que uno mete en su cabeza, y recordé, también, que una mala comida nunca se recupera.
En Girona hace calor. En verano hace demasiado calor y quizás los 40 grados centígrados estén provocándome alucinaciones. Siento que mi cerebro, es decir, mi corazón, no funciona bien y me detengo para beber agua en un bebedero a las puertas de la catedral. Tengo que esperar turno porque unos niños se refrescan y mojan sus cabezas bajo el chorro. Logro beber y me siento inmediatamente mejor.
No tengo nada más que decir, sólo quisiera preguntar abiertamente si alguien sabe algo más de esto. Se agradece de antemano cualquier conocimiento.