El vampiro de Coyoacán y sus veinte achichintles
Geoffrey Farmer
Abril 30 – Junio 27, 2010

Preludio:
Polvo de Flor, Controlador del Universo, Madre Cabra, Cabezas de la Oscuridad, La Maravilla de Nuestros Rostros.
Antes que nada, así empieza esto:
Un chasquido y luz rosa.
Después, el sonido de una campana…
Las luces aumentan y se desvanecen. Se levanta una cortina de vidrio al sonido de una flauta; al centro del escenario hay una pequeña cigüeña negra.


Cambio de iluminación: azul.
Ésta es la cigüeña que sobrevivió a la guerra. Levanta su ala, dejando ver una tela fucsia brillante, entonces se oye un elefante llorando a la distancia, silenciado por el sonido de la explosión de una bomba. Berlín, 1941. Después viene una larga pausa en silencio y más adelante se revela el público: tosen, arrugan papeles, etc. Todas las formas que aparecen en escena son escultóricas y actúan —hacen referencias históricas y sicológicas. A lo largo de la representación un tramoyista va desarmando el escenario. Un texto aparece brevemente: “La arquitectura vista desde la sociología”, o algo así.
El diálogo se divide en cuatro “noches” o colores. La narradora entra, tal vez vestida de negro; no podemos verla, pero cuando baja el ala de la cigüeña en alguna parte aparece esta mujer —representada por mi amiga japonesa Rika— justo como en mi sueño. Lleva una máscara y con un acento japonés muy marcado, dice: Así es como recibí el nombre de “Vampiro de Coyoacán” (se escucha un chirrido).
Es la guerra de los cincuenta en la ciudad de México, el drama de las puñaladas por la espalda, los rumores, las tensiones… He trabajado en varios edificios específicos aquí, interviniéndolos. Hice algunos agujeros y dos de ellos se convirtieron en una máscara. Me asomé por ahí y fue como ir más allá de mi propio mito.
A veces, el público no puede descifrar bien lo que dice, pues está velado de alguna forma, quizá porque hay un ruido sordo y profundo, el estruendo de la ciudad.




Ella continúa:
De alguna manera tenía la necesidad de convertirme en una forma arquitectónica, para empezar a curarme, pues antes no sentía mi cuerpo. Estaba lleno de sangre y órganos pero no podía acceder a ellos. Tenía que entrar a un edificio, convertirme en un edificio. En aquel entonces no era un vampiro. No tenía emociones. Sólo podía pintar las paredes, no podía entrar en ellas. Así creaba espacios ilusorios, historias ilusorias. Una religión. No es que creyera en Dios. No creo. La Madre Cabra lo mató. Así comenzó el universo. Esto creó un doblez en el tiempo, como este pliegue.
La mujer apunta a un cartel (sonido de trueno).
Este pliegue me separó de mi biografía, se situó entre mis ojos y mi boca, entre mis palabras y mis pensamientos, creando un efecto de distancia. Eso permitió que una nueva forma de lenguaje hiciera erupción, una especie de música que me envolvió por completo. Era una obra absoluta, una obra de arte total. Lágrimas, emociones, estos huecos… Ahora sólo puedo comunicar esto con un lenguaje en el sentido formal.
Golpeteo rítmico de un mazo de madera.
La mujer hace un hoyo en el cartel con los dedos, que funcionan como los ojos de una máscara.
Trazaron las líneas que se convirtieron en los planos de este edificio, así como el cuerpo de Tlaltecuhtli se partió a la mitad para formar la tierra y el cielo.
La mujer gesticula mientras alguien lleva los objetos al escenario y los coloca ahí, esto toma unos 20 o 30 minutos. Durante este tiempo la mujer interactúa con el público de manera casual y le hace preguntas acerca de su vida.

Ella continúa:
Pero, ¿cómo puedes cambiar? Supongamos que no te gusta el cambio, supongamos que te queda muy claro, y que en apariencia no hay cambio. Imagina que no naciste de padres hippies, de la Madre Cabra; que tal vez naciste en las montañas, bajo un montón de rifles. Entonces, tienes que imaginarlo como una obra, un guión/manifiesto, escrito para crear la pareja entre el bien y el mal; entre la fuente y la forma dura del mundo material; entre las piñas y el chicle, las máscaras y las invitaciones, lo industrial y lo orgánico. Lo entendí racionalmente: los vampiros eran considerados la cura a lo plano. Lo plano definió la modernidad tardía en México. Yo traje la homosexualidad a la ciudad de México: quería liberar a los sirvientes, a los esclavos y al proletariado. Pero no lo logré, sólo causé más guerra, más sufrimiento, más religión, más superstición. Debido a esto desterraron al muralista, a los tambores de guaje de la Madre Cabra. Le prohibieron a la gente volver a los lugares sacros y misteriosos. Pero no se había perdido toda la esperanza: la cigüeña negra aún sobrevive y en ciertas épocas del año todavía puede oírse el tambor, nadie sabe de dónde viene. A los niños pequeños, todavía se les cuenta la historia del elefante y de cómo el universo emergió de sus ojos al morir.
La mujer sale de escena y se encienden las luces.
Comienza el performance. Algunos ven sangre, otros piedras, disfraces, cuerpos teñidos de negro, un elefante en un sartén, comida para los ídolos, objetos de la cultura popular, piedras y cazuelas.
Geoffrey Farmer


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ENTREVISTA CON GEOFFREY FARMER
POR TOBIAS OSTRANDER
Tobias Ostrander (TO): ¿Cómo respondía tu instalación El vampiro de Coyoacán y sus veinte achichintles a la arquitectura y a la historia de El Eco?
Geoffrey Farmer (GF): Empecé por una biografía de Mathias Goeritz que traduje al inglés. Al leerla, parecería que la escribió Goeritz, pero de hecho es del artista Pedro Friedeberg. El texto tiene algo de fantástico y, al final, se refiere a Diego Rivera como “El Vampiro de Coyoacán”. Esa parte del texto me llamó la atención porque tiene una cualidad sumamente teatral, casi cursi. Es una afirmación que realmente me hizo pensar acerca de nuestra necesidad de hacer una dramaturgia del pasado. No creo que Goeritz usara esa frase para describir a Rivera, así que supongo que es de Friedeberg, sin embargo lo cierto es que hubo un largo pleito entre los dos primeros. Si le rascas un poco más se vuelve evidente que su desacuerdo corresponde a una división más profunda entre los artistas de la época. Goeritz creía en la metafísica del arte, y Rivera no.
Como sabes, cuando entras a la primera sala del Eco te encuentras con un monolito negro. Esta figura resulta ambigua, pues no queda claro si es un muro o una escultura. Mi obra empezaba en este lugar y se extendía a partir de él. En un sentido arquitectónico, realmente sentía que Barragán estaba ahí, así como en la Bauhaus. Finalmente, mi trabajo tomó la forma de una obra protagonizada por esculturas móviles, lo que la relacionaba con el ideal de esta última escuela de crear un teatro mecánico e interdisciplinario.
TO: En este proyecto abstraes múltiples narrativas, tanto históricas como personales, para después mezclarlas. ¿Podrías hablar acerca de este recurso y del proceso que sigues para llevarlo a cabo? ¿Cómo utilizaste estas historias? ¿Cómo influyeron en tu elección de determinados objetos y de los demás elementos que formaron parte de la instalación?

GF: Cuando empiezo a trabajar en una pieza lo primero que hago es salir a buscarla, ya sea por medio de una investigación en Internet, de un viaje o de una serie de lecturas. Al final, acabo con un montón de notas y fragmentos de textos e imágenes que empiezo a combinar para construir lo que después será la parte física de la obra. El proceso me recuerda una frase de William Burroughs: “Cuando cortas el presente, el futuro se filtra”. Para mí la investigación siempre implica ir a ciegas. Se trata de un proceso de formación que, finalmente, se siente como algo cubista.
En esta obra, usé la idea del vampiro para representar el tiempo: estos seres viven durante siglos y se ven en la necesidad de reconciliar esto con el presente. También me interesaba la multiplicidad del pasado y la idea del conocimiento como algo fragmentario. En la construcción del guión se mezclan diversas subjetividades, propias y ajenas, tal y como me pareció que ocurría en la biografía escrita por Friedeberg. Por ejemplo, me acuerdo que en 1991 vi una presentación de Allen Ginsberg en la que éste mencionó a la Ciudad de México. Me interesó el momento en el que había hecho ese viaje, y me sorprendí cuando descubrí que éste ocurrió sólo unos años después de que Goeritz construyera El Eco y publicara el Manifiesto de la Arquitectura Emocional. Me parecía raro, en un sentido cronológico. Es difícil reconciliar cómo Ginsberg pudo escribir Howl (Aullido) a sólo unos años de la construcción del Eco. A mí me parece que están muy distantes en un sentido histórico. Por eso pensé que sería interesante incluir una parte del poema en una de las secuencias. Quería oírla en el espacio y que, de alguna manera, se enfrentara a él desde el interior. Pude encontrar una grabación temprana, de 1956.

TO: Has mencionado que, por un lado, te interesa lo que Walter Benjamin dice acerca del montaje y el significado de la imagen fotográfica en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, y por el otro, Arte y objetualidad , el conocido ensayo de Michael Fried acerca del minimalismo y la teatralidad. ¿Cómo describirías la atracción que sientes por estos textos y cómo han definido tus investigaciones?
GF: Ambos textos son importantes para mí, y sé que se habla de ellos constantemente, es casi una costumbre. Sin embargo, sentí la necesidad de volver a revisarlos en relación con lo que quería hacer en El Eco. En particular, me interesaba Benjamin y cómo podía relacionar las preguntas que plantea en torno al original, al hacer una pieza dentro de una obra de arquitectura como El Eco. Me parece que, de alguna manera, en este edificio se borran los límites entre el arte y la arquitectura. Pienso que esto también está relacionado con las preocupaciones de Fried y creo que son cuestiones importantes a la hora de producir una obra de sitio específico.

TO: Además de que son relativamente nuevos en tu obra, el movimiento y el sonido cumplen una función importante en El vampiro de Coyoacán y sus veinte achichintles. ¿Qué fue lo que te llevó a realizar esta coreografía, a incorporar la narración por medio del sonido y el movimiento en esta pieza?
GF: Hace algunos años hice una escultura sonora y, en el proceso, empecé a trabajar con Brady Marks, una artista de Vancouver, que me ayudó a crear las composiciones sonoras. Ella me enseñó a usar los programas de computación y a entender cómo podía expresar el tiempo de manera más directa en mi obra. Las primeras piezas tenían forma de relojes. Para mí, pasar de una narrativa hecha a partir de recortes a la composición y luego al uso de programas de computación —que son los que producen el sonido y el movimiento físico en las obras—, implicó un progreso casi natural. En la obra de El Eco me interesaron las ideas que Schlemmer usó para su ballet mecánico. Según yo, esto tenía mucho que ver con algunas de las ideas que expresaron Benjamin y Fried acerca de la era mecánica. Creo que puedo decir lo mismo en relación al Manifiesto de la Arquitectura Emocional de Goeritz con su idea acerca de la forma y el espacio, y los murales de Rivera y sus convicciones políticas, en términos de lo que para ellos era la posibilidad de entablar una relación armónica entre la figura humana y la industria.
TO: Algunas de tus obras recientes parecen viejas, o recuerdan a las obras producidas a principios del siglo XX. Este carácter produce una sensación de nostalgia o evoca el arte del pasado. ¿Cómo ves tu trabajo en relación a la tradición de las vanguardias históricas (tales como dadá, el constructivismo ruso, De Stijl y demás) y al tiempo histórico en general?
GF: No siento nostalgia por el pasado, lo que me interesa es la percepción del tiempo. Siento que mi trabajo está relacionado con el de aquellos artistas y escritores del pasado que trataron de responder ciertas preguntas acerca del lugar que ocupamos en el tiempo, y supongo que podría estar vinculado con el sentido en el que el arte moderno entendía la función mítica del arte. Me parece que cuando vemos a los individuos que conformaron estos movimientos históricos, ya podemos percibirlos como algo tan coherente. Éste es el sentido de la historia que quiero presentar en mi trabajo, uno en el que la historia se parece más a un caleidoscopio que a un monolito.

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Geoffrey Farmer (Eagle Island, Canadá, 1967) Vive y trabaja en Vancouver. Estudió en el Art Institute de San Francisco (1991-1992) y Emily Carr University of Art and Design (1993). Entre sus exposiciones individuales destacan: Let ́s Make the Water Turn Black, REDCAT, Los Ángeles (2011); Ongoing Time Stabbed With A Dagger, Dunlop Art Gallery, Regina, Canadá (2010); Su muestra sin título en Witte De With, Rotterdam, Holanda (2008); Geoffrey Farmer, Musée d’Art Contemporain de Montréal, Canadá (2008), durante la cual se publicó el catálogo del mismo nombre escrito por Pierre Landry, Jessica Morgan y Scott Watson. Ha participado en programas de residencia como el de Kadist Art Foundation, París (2011) y el de The Banff Centre, Canadá (2010).