Manifiesto de Arquitectura Emocional, 1953

Mathias Goeritz
El Eco
7 septiembre, 1953
Manifiesto de Arquitectura Emocional, 1953

El nuevo Museo Experimental el Eco, en la ciudad de México, empieza sus actividades, es decir sus experimentos, con la obra arquitectónica de su propio edificio. Esta obra fue comprendida como ejemplo de una arquitectura cuya principal función es la emoción.

El arte en general, y naturalmente también la arquitectura, es un reflejo del estado espiritual del hombre en su tiempo. Pero existe la impresión de que el arquitecto moderno, individualizado e intelectual, está exagerando a veces —quizá por haber perdido el contacto estrecho con la comunidad—, al querer destacar demasiado la parte racional de la arquitectura. El resultado es que el hombre del siglo XX se siente aplastado por tanto “funcionalismo”, por tanta lógica y utilidad dentro de la arquitectura moderna. Busca una salida, pero ni el esteticismo exterior comprendido como “formalismo”, ni el regionalismo orgánico, ni aquel confusionismo dogmático se han enfrentado a fondo al problema de que el hombre —creador o receptor— de nuestro tiempo aspira a algo más que a una casa bonita, agradable y adecuada. Pide —o tendrá que pedir un día— de la arquitectura y de sus medios y materiales modernos, una elevación espiritual; simplemente dicho: una emoción, como se la dio en su tiempo la arquitectura de la pirámide, la del templo griego, la de la catedral románica o gótica —o incluso— la del palacio barroco. Sólo recibiendo de la arquitectura emociones verdaderas, el hombre puede volver a considerarla como un arte.

Saliendo de la convicción de que nuestro tiempo está lleno de altas inquietudes espirituales, EL ECO no quiere ser más que una expresión de éstas, aspirando —no tan conscientemente, sino casi automáticamente— a la integración plástica para causar al hombre moderno una máxima emoción.

El terreno de El ECO es pequeño, pero a base de muros de 7 a 11 m de altura, de un pasillo largo que se estrecha (además subiendo el suelo y bajando el techo) al final, se ha intentado causar la impresión de una mayor profundidad. Las tablas de madera del piso de este pasillo siguen la misma tendencia, angostándose cada vez más, llegando a terminar casi en un punto. En este punto final del pasillo, visible desde la entrada principal, se proyecta colocar una escultura: un GRITO, que debe tener su ECO en un mural “grisaille” de aproximadamente 100 m2 obtenido posiblemente por la sombra misma de la escultura, que ha de realizarse en el muro principal del gran salón.

Sin duda —desde el punto de vista funcional— se perdió espacio en la construcción de un patio grande, pero éste era necesario para culminar la emoción una vez obtenida desde la entrada. Debe servir, además, para exposiciones de esculturas al aire libre. Debe causar la impresión de una pequeña plaza cerrada y misteriosa, dominada por una inmensa cruz que forma la única ventana-puerta.

Si en el interior un muro alto y negro, despegado de los otros muros y del techo, tiene que dar la sensación real de una altura exagerada fuera de la “medida humana”, en el patio faltaba un muro aún mucho más alto, comprendido como elemento escultórico, de color amarillo, que —como un rayo de sol— entrara en el conjunto, en el cual no se hallan otros colores que blanco y gris.

En el experimento de El Eco la integración plástica no fue comprendida como un programa, sino en un sentido absolutamente natural. No se trataba de sobreponer cuadros o esculturas al edificio, como se suele hacer con los carteles del cine o con las alfombras colocadas desde los balcones de los palacios, sino había que comprender el espacio arquitectónico como elemento escultórico grande, sin caer en el romanticismo de Gaudí o en el neoclasicismo vacío alemán o italiano.

La escultura, como por ejemplo la Serpiente del patio, tenía que volverse construcción arquitectónica casi funcional (con aperturas para el ballet) —sin dejar de ser escultura— ligándose y dando un acento de movimiento inquieto a los muros lisos. No hay casi ningún vínculo de 90° en la planta del edificio. Incluso algunos muros son delgados de un lado y más anchos en el opuesto. Se ha buscado esta extraña y casi imperceptible asimetría que se observa en la construcción de cualquier cara, en cualquier árbol, en cualquier ser vivo. No existen curvas amables ni vértices agudos: el total fue realizado en el mismo lugar, sin planos exactos. Arquitecto, albañil y escultor eran una misma persona. Repito que toda esta arquitectura es un experimento. No quiere ser más que esto. Un experimento con el fin de crear nuevamente, dentro de la arquitectura moderna, emociones psíquicas al hombre, sin caer en un decorativismo vacío y teatral. Quiere ser la expresión de una libre voluntad de creación, que —sin negar los valores del “funcionalismo”— intenta someterlos bajo una concepción espiritual moderna.

La idea de EL ECO nació del entusiasmo desinteresado de unos hombres que querían dar a México el primer “museo experimental” abierto a las inquietudes artísticas del mundo actual. Ayudaron con consejos valiosos los arquitectos Luis Barragán y Ruth Rivera. Un gran estímulo salió también de los alumnos de los cursos de “educación visual” de la escuela de arquitectura de Guadalajara. Habría que agradecer a todos ellos, e igualmente a los ingenieros Francisco Hernández Macedo, Víctor Guerrero y Rafael Benítez, a los pintores Carlos Mérida y Rufino Tamayo, al músico Lan Adomian, a los albañiles y pintores, a los fontaneros y a muchos otros obreros. Todos ellos gastaron su tiempo allí, ayudando con consejos o con intervenciones directas cuando hacían falta. Creo que, tampoco para ellos, no ha sido tiempo perdido.

Mathias Goeritz, 1953


Manifiesto de Arquitectura Emocional, 1953